Desde Italia
27/Mayo/2013
Margaret Thatcher,
la “pasionaria del privilegio”
Gennaro
Carotenuto
Margaret Thatcher
fue una revolucionaria. Fue la “Pasionaria del privilegio” –según la definición
del ex primer ministro laborista Harold Wilson– la que desmanteló los
fundamentos de la democracia, poniéndola en manos de la parte más perversa de
la economía capitalista: la de las finanzas. Thatcher triunfó, quebró a una
clase obrera que nunca más se levantó y murió en su cama, como su amigo Augusto
Pinochet.
Si usted tiene un
trabajo precario, si se le ha negado una educación pública adecuada, si está
enfermo y no tiene derecho a servicios sanitarios dignos y no puede permitirse
el lujo de los privados, si cree que nunca va a tener una jubilación decente,
entonces, al menos en parte, se lo podrá agradecer a la baronesa Thatcher. Hija
de un pequeño comerciante, “Maggie” construyó su caparazón de acero para ser
aceptada por una clase dirigente de la cual anhelaba ser miembro. ¿Cuántos
disgustos habrá soportado en su juventud para llegar a donde llegó, rodeada por
decenas de personas nacidas en mejor cuna? Célebre fue su aseveración de que
“la sociedad no existe, sólo existen los individuos”, y Thatcher se caracterizó
por prestar atención a tales individuos, parcelados, egoístas, en una orgía
retórica de libertad y meritocracia que solamente garantizaban la libertad de
negocios y el respeto al –presunto– mérito de la riqueza, para mejor explotar
al resto del país y el mundo. Tenía que ser más realista que el rey, más dura
que todos los ricos de cuna. Y lo logró. Todavía era ministra de Educación, en
1970, cuando comenzó por quitarles la leche a los niños en las escuelas
públicas, un aporte nutritivo a los hijos de los trabajadores hasta entonces
garantizado por el Estado. La llamaron milk snatcher, ladrona de leche. Tres
años más tarde su amigo Augusto Pinochet, apenas disipado el humo del bombardeo
a La Moneda, aquel 11 de setiembre en Santiago de Chile, procedió de la misma
manera. Para empezar a arrinconar al movimiento popular y a los trabajadores
organizados había que volver hambrientos a sus niños, y el general les quitó la
leche gratuita que habían conquistado bajo el gobierno de la Unidad Popular.
En su cabecera,
Thatcher tenía a Friedrich von Hayek y Milton Friedman, teóricos de un
fundamentalismo neoliberal que en la Europa de la posguerra, reconstruida bajo
el capitalismo keynesiano y en la socialdemocracia, eran considerados dos
extremistas inviables. Al menos ella, licenciada en Oxford, algo leía. Su
compañero de andanzas estadounidense Ronald Reagan nada tenía en su cabecera.
La “Dama de Hierro”, ante cualquier conflicto, buscó el choque, lo encontró, lo
ganó. Memorable fue la digna resistencia de los mineros, la aristocracia obrera
inglesa, que resultó aniquilada. Maggie fue absolutamente indiferente a la
huelga de hambre de los nacionalistas irlandeses liderados por Bobby Sands: los
dejó morir como moscas. Todo adversario era representado como un enemigo
mortal: terrorista era Nelson Mandela, que luchaba contra el apartheid,
terroristas eran los movimientos estudiantiles, terroristas eran los
sandinistas de Nicaragua, así como terroristas eran todos los indígenas de
Latinoamérica para el último emperador de su época, George W Bush, cuando ya
todo se venía abajo.
La historia
continuará preguntándose si ella, Reagan y el papa polaco Karol Wojtyla
realmente derrumbaron a la Unión Soviética o si ésta cayó por su propio peso,
marchita e inviable. Sea como fuere, con la URSS en su crisis final todo fue
más fácil para la revolución conservadora: ayudada por los medios de
comunicación monopólicos mostraba sólo dos caminos, y uno ya había sido
definitivamente cortado. Fue así libre de propagar una versión simplista de la
sociedad en la que los intereses de los ricos supuestamente coincidían con el
bien común. Los cuerpos intermedios, las representaciones de clase, el balance
de las negociaciones, todo perdió sentido. Sólo el mercado debía reglamentar
las relaciones sociales.
Revolucionaria
Margaret Thatcher
fue la gran constructora del mundo unipolar y del pensamiento único, en el que
la globalización neoliberal propondría la difusión universal de la supremacía
occidental a través de los valores de “libertad” y “democracia”. Ya padecía de
demencia senil cuando la crisis demostró que el predominio occidental era una
ilusión y que la globalización neoliberal había acelerado su decadencia y
marcado un empeoramiento en las condiciones de vida de todos los que nacimos a
fines de los sesenta. Nuestros padres, por lo menos los europeos, consiguieron
“el mejor slot” de la historia. Disfrutaron de buenas escuelas públicas,
servicios sociales, trabajo seguro y se retiraron, por primera y acaso única
vez en la historia, con jubilaciones decentes. Nosotros y nuestros hijos
–thanks mistress Thatcher– nacimos al borde del abismo.
El antieuropeismo y
su oposición a una unión política fue otro de los rasgos proverbiales de
Thatcher, una tendencia que hoy parece triunfar. Junto a Ronald Reagan, como
dijo el ex presidente de la Comisión Europea Romano Prodi, fue asimismo “la
madre de la crisis actual”.
Thatcher contribuyó
sin dudas a quebrar la hegemonía cultural que la izquierda había conseguido en
la posguerra. La sustituyó con la hegemonía del individualismo más duro,
darwinista más que calvinista. Amiga íntima de dictadores como Pinochet (para
la liberación del “paciente inglés” se gastó lo que nunca se había gastado en
nadie después de la salida de Thatcher del 10 de Downing Street, la sede del
gobierno británico), no tenía límite alguno. Para la guerra de las Malvinas
hizo traer por la marina británica una bomba atómica. De ser necesario la
hubiese lanzada sobre Buenos Aires, una ciudad de más de 12 millones de
habitantes. La guerra le vino de perillas, al aparecer ante los ingleses como
opuesta a una dictadura. Las Malvinas enfrentaban, en realidad, a dos regímenes
que sufrían de crisis de consenso. En el momento de máxima dificultad para
Margaret Thatcher, que se dirigía sin gloria hacia una derrota en las
elecciones de 1983, después de cuatro años de un gobierno desastroso para los
propios tories y con los índices de desempleo por las nubes, el aventurerismo
de los generales argentinos fue el más preciado de los regalos: aquel consenso
que no podía obtener en política económica y que solamente los monopolios
mediáticos, haciéndole eco, le proporcionaban, lo obtuvo recurriendo al
decrépito nacionalismo imperialista de la Union Jack.
Modernísima en
intuir en el neoliberalismo la nueva frontera del conservadurismo, supo mirar
atrás, al imperialismo clásico de las cañoneras y de la reina Victoria para
construir el consenso de masas que se veía impedida de lograr al empujar sin
piedad a millones de personas fuera del mercado de trabajo. Otra vez la nación
le ganó a la clase y la comunidad militarizada a la solidaridad. Triunfando en
el remoto sur del Atlántico, salvó su puesto de mando en Downing Street y
siguió adelante con el desmantelamiento de la base industrial del país que
había inventado la industria dos siglos antes.
Con ella el
conservadurismo acabó siendo el partido de la transformación. Los sindicatos,
las prudentes y responsables trade unions británicas, se transformaron de golpe
en un freno al “reformismo”, palabra con un siglo de historia progresista
repentinamente secuestrada por el otro campo. Fue así, sobre las ruinas de una
derrota total de la clase obrera, que el principal émulo de Thatcher resultó
ser el dirigente laborista Tony Blair. Privatizaciones de empresas públicas,
como la de los ferrocarriles, aparecieron como un monumento a la ineficiencia
del neoliberalismo: más caras, más peligrosas, de escasa calidad, más onerosas
para un Estado obligado al oxímoron de subvencionarlas para mantenerlas en el
mercado. Hoy en Gran Bretaña hay más desempleados, menos estudiantes
universitarios, menos reservas, más deuda. Sólo las finanzas desreguladas
hicieron ricos a algunos. Y eso teniendo en cuenta que desde 2008 el sistema
bancario privado necesitó de casi un billón de libras provenientes del Tesoro
para sobrevivir. El Estado no se las negó.
El autor de esta
nota vivía en Londres en noviembre de 1990, cuando Margaret Thatcher abandonó
el número 10 de Downing Street. Guardé durante años un ejemplar del semanario
The Economist –la biblia del neoliberalismo– que celebraba los éxitos de una
era política. En una tabla se podía apreciar cómo en los 12 años anteriores
(los de Thatcher) por cada persona que había superado las 50 mil libras de
ganancia anual había otras diez que habían atravesado hacia abajo la frontera
de las 5 mil. Para “hacer un rico” –ellos mismos lo admitían– había sido
necesario empujar a la pobreza a diez personas. El precio del neoliberalismo.
http://www.gennarocarotenuto.it
Publicación
Barómetro 18-04-13
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