Desde
Costa Rica
20/Septiembre/2014
Naturaleza, capitalismo y desarrollo
depredador
Por Andrés Mora Ramírez
En
el desafío de pensar y proponer un desarrollo alternativo, o mejor aún,
“alternativas al desarrollo”, necesariamente debemos apuntar a la construcción
de una sociedad y una cultura nuevas, sobre la base de principios y acuerdos
sociales que superen el carácter depredador intrínseco al capitalismo y las
utopías modernas: esas que vieron en el dominio y sometimiento de la naturaleza
a la voluntad del hombre occidental, el trofeo de caza de la superioridad
humana en el planeta.
Según
el informe Planeta Vivo 2012, la biodiversidad mundial se reducido un 30% desde
1970 a 2008.
Daniel
Janzen, científico estadounidense afincado en nuestro país desde hace casi
medio siglo, lanzó una severa advertencia sobre el rumbo equivocado de las
políticas públicas y las estrategias de conservación del medio ambiente. En una
entrevista publicada por el diario La Nación, el ecólogo afirmó que “en la
última década, Costa Rica ha perdido mucho de su iniciativa y energía para la
conservación, que era muy evidente entre 1970-2000”. Según Janzen, “la
descomposición de la voluntad costarricense es una tragedia casi invisible a su
sociedad, en gran parte ciega a lo que es la naturaleza, ciega a lo que tenía y
tiene todavía el país (…). La naturaleza de Costa Rica está como decimos en
Gringolandia, muriendo de miles de pequeñas heridas en vez de una sola bomba”.
En su opinión, una de las causas que explican el deterioro de las áreas
silvestres de conservación es que no reciben, para su mantenimiento y
resguardo, “la proporción justa de las ganancias que generan al país en bienes
y servicios” (La Nación, 15-05-2012).
Aunque
no lo dice abiertamente, ni la periodista lo preguntó en su entrevista, de las
palabras del científico se deduce una doble crítica: una, la que se dirige
contra un modelo de (mal)desarrollo que impacta al medio ambiente, usufructúa
de los recursos naturales y que, por su propia lógica de acumulación, distribuye
de forma desigual la riqueza generada –por la vía del turismo,
fundamentalmente-, concentrándola en los sectores y grupos más poderosos de la
economía nacional. La otra crítica es la que apunta a la dimensión cultural de
ese modelo de (mal)desarrollo, es decir, cómo los valores que lo sustentan y se
reproducen desde el sistema educativo, los medios de comunicación y el mundo
del trabajo, por citar tres espacios decisivos del campo cultural, transforman
la mentalidad colectiva, las aspiraciones individuales y modifican la dinámica
de las relaciones entre naturaleza y sociedad, al punto de provocar la
descomposición de la voluntad de una nación.
Por
supuesto, este no es un problema que afecte solo a Costa Rica, país que se
precia de ser un paraíso verde sin ingredientes artificiales, sino que se trata
de un fenómeno de alcance global. Los resultados del informe Planeta Vivo 2012,
del Fondo Mundial para la Naturaleza, divulgados recientemente, demuestran el
carácter depredador del desarrollo moderno-capitalista, en tanto forma
específica de organización de los factores de producción, y como expresión y
aspiración ideológica dominante en los procesos de cambio social, económico y
cultural que experimentamos en las últimas décadas.
De
acuerdo con este informe, “la biodiversidad mundial se ha reducido en un 30% en
promedio desde 1970 a 2008 y el impacto mayor se ha sufrido en los trópicos,
donde la pérdida de biodiversidad llegó a un 60%”. Además, al relacionar el
impacto de la actividad económica nacional sobre el medio ambiente y los
recursos utilizados en productos importados, los autores del estudio
determinaron que “los países ricos tienen de media cinco veces más impacto que
los menos desarrollados, pero el mayor declive en biodiversidad lo sufren los países
más pobres, que subsidian el estilo de vida de los países ricos” (BBC Mundo,
15-05-2012).
Analizados
desde América Latina, estos datos y realidades deberían llevarnos a considerar
dos cosas: la primera, que la historia del “progreso” y el “desarrollo” en esta
parte del mundo a partir del siglo XVI, con toda su carga de explotación humana
y genocidio, y de permanente depredación y degradación ambiental, es también la
historia de unos territorios y unos pueblos que, como explica el historiador
ambiental panameño Guillermo Castro[1], fueron incorporados muy pronto a las
necesidades del desarrollo del capitalismo noratlántico, lo que provocó severas
modificaciones del paisaje natural, producto de las demandas económicas del
sistema mundo, e introdujo nuevos sentidos culturales que orientaron las
relaciones naturaleza-sociedad precisamente en función de aquellas demandas.
Siendo
esto así, y dado que la impronta de esa historia sigue vigente en nuestros
días, la segunda cuestión a considerar es que en el desafío de pensar y
proponer un desarrollo alternativo, o mejor aún, alternativas al desarrollo,
necesariamente debemos buscar puntos y caminos de ruptura con el lastre
negativo, pernicioso, de ese pasado que nos marca, y al mismo tiempo, apuntar a
la construcción de una sociedad y una cultura nuevas, sobre la base de
principios y acuerdos sociales que superen el carácter depredador intrínseco al
capitalismo y las utopías modernas: esas que vieron en el dominio y
sometimiento de la naturaleza a la voluntad del hombre occidental, el trofeo de
caza de la superioridad humana en el planeta.
De
lo contrario, si profundizamos el actual rumbo del desarrollo, entendido como
proceso de acumulación sin fin, exacerbado además por la pulsión del consumo
(hoy sabemos que, en promedio, los seres humanos utilizamos más del 50% de los
recursos que la Tierra puede generar y regenerar en forma natural y
sostenible), nos aproximaremos cada vez más a la imagen con que Franz
Hinkelammert ilustraba, hace algunos años, la dramática situación de la especie
humana: la de los competidores que “están sentados cada uno sobre la rama de un
árbol, cortándola. El más eficiente será aquel que logre cortar la rama sobre
la cual se halla sentado con más rapidez”[2].
Enfrentamos
un tiempo de decisiones que nos coloca en una disyuntiva trascendental: optar
por un cambio civilizatorio para garantizar la continuidad de la vida humana en
el planeta o cavar la tumba de nuestra autodestrucción.
Publicación Barómetro 04-09-14
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