Desde
Brasil
Fecha
30 Agosto 2015
Fin De Un Ciclo
Guillermo
Almeyra
Luiz
Inácio da Silva (“Lula”) llegó al gobierno brasileño en 2003 empujado por las
grandes huelgas de los 1970 que contribuyeron decisivamente a derrotar a la
dictadura militar y por las campañas presidenciales de 1989 y sucesivas, que
fueron proyectando al Partido de los Trabajadores como una fuerza electoral. Fue
transformado en dirigente nacional por un gran ascenso obrero y popular que
creó un bloque social entre los obreros industriales, los campesinos pobres y
sectores de las clases medias (Comunidades cristianas de Base, grupos de
izquierda tradicional o revolucionaria) y llegó a la presidencia de Brasil cuando estaba
terminando esa primera ola ascendente de
resistencia a las políticas neoliberales que
abarcó desde principios de los noventa hasta el 2000.
Dicha
ola estuvo marcada por el éxito electoral en México de 1988 del movimiento de
Cuauhtémoc Cárdenas que instauró desde entonces en el país la fase de los
fraudes masivos, por el Caracazo (y la masacre del 28 de febrero de 1989) y la
posterior sublevación chavista, por el derrocamiento de dos presidentes
ecuatorianos en los noventa por el movimiento indígena ecuatoriano y su CONAIE,
creada en los ochenta, por el levantamiento zapatista en Chiapas en 1994 y culminó
con el estallido social en Argentina del 2001 y el derrocamiento del presidente
boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003 como consecuencia de la llamada
“guerra del gas”. Hugo Chávez llegó al gobierno venezolano en 1998, Néstor
Kirchner en 2003, Evo Morales, en Bolivia, y Tabaré Vázquez, del Frente Amplio
en Uruguay, en 2005, Rafael Correa, en Ecuador, en 2007.
Desde
entonces Sudamérica vive con gobiernos denominados “progresistas” formados por personas que no pertenecientes a
las clases dominantes pero que son también independientes en buena medida de
los sectores populares, pues incluso en Bolivia Evo Morales se apoya en las
direcciones de los movimientos sociales organizados en el Movimiento al
Socialismo (MAS), pero éste no cogobierna. Esos gobiernos –mezcla rara de
algunos militantes honestos con aventureros
y paternalistas burocráticos- canalizaron, controlaron e institucionalizaron
los movimientos sociales tratando de integrarlos en el Estado al que
mantuvieron sin cambios.
Los
gobiernos “progresistas” dirigen países capitalistas dependientes, productores
de materias primas. No han tocado sino muy tangencialmente las bases del poder
de las oligarquías locales y del capital financiero internacional que controla
sus respectivas economías y siguieron aplicando fundamentalmente una política
neoliberal a la que agregaron algunas políticas distributivas para sostener el
mercado interno y medidas asistencialistas para reducir la pobreza y mantener
el consumo. No cuestionaron la renta minera, la renta agraria, el poder de los
bancos extranjeros, no afectaron la propiedad agraria: simplemente contaron con
un período de altos precios de las materias primas que sus países exportan
–petróleo, minerales, soya, granos, productos agrícologanaderos- para llevar a
cabo sus políticas asistencialistas intentando, cuando mucho, disputar a los
rentistas tradicionales parte de la renta. Venezuela estatizó el petróleo y la
renta petrolera pero no modificó el resto de la economía, que siguió
dependiendo de la exportación de combustible.
La
crisis capitalista mundial redujo la demanda de minerales y materias primas y
el precio de esas commodities bajó y seguirá bajando, sobre todo el del
petróleo si Irán envía al mercado el que tiene acumulado por el embargo
imperialista. El petróleo barato, por fortuna para los pueblos y el ambiente,
hace incosteable la producción del fracking y frena las inversiones y el mismo
efecto tiene la caída del precio de los minerales y protege transitoriamente el
agua de su explotación salvaje capitalista. Pero la política neodesarrollista,
extraccionista a cualquier costo ambiental, social, político, subsiste sin
modificaciones. Sólo que ya no hay excedentes de divisas fuertes que permitan
combinar esa política con el distribucionismo, el asistencialismo, el
clientelismo. Los gobiernos “progresistas” se
encuentran así atrapados por una tenaza, un brazo de la cual- las exigencias populares-comienza a
apretarlos mientras el otro –el control de las bases de la economía por el gran
capital, sobre todo extranjero- aumenta también su presión. Los capitales que
antes aprovechaban incluso las concesiones de los gobiernos “progresistas” y
fomentaban la corrupción, no se contenta ya con aquéllas y hallan que ésta es
carísima e intolerable (ver los casos argentino o brasileño).
Los
paliativos (comercio intrarregional, Mercosur, apoyo financiero de China, Rusia
o los BRICS) son ya insuficientes o imposibles por la crisis: se necesitan
cambios estructurales que establezcan sí nuevas relaciones entre los países, pero
sobre la base de medidas anticapitalistas. Pero los gobiernos “progresistas” no
están preparados desde ningún punto de vista –ideológico, organizativo, moral-
para una política que de forma consecuente y seria adopte medidas parciales que
afecten al gran capital: nacionalización de los bancos, control de cambios,
medidas de reforma agraria y o de reestructuración del territorio para
privilegiar trabajo, defensa del agua y del ambiente, consumos populares,
monopolio estatal del comercio exterior, control del lavado de dinero, por
ejemplo. Ellos temen más la movilización popular de sus mismas bases de apoyo
que caer superados por la derecha que,
en todo el mundo, pisotea todo en su ofensiva como lo demuestra el ejemplo de
Grecia. No se puede esperar nada de esos gobiernos, impotentes o cómplices de
los explotadores. Corresponde a los trabajadores estudiar los problemas
regionales y nacionales, buscarles soluciones, luchar por la hegemonía política
y cultural superando las divisiones, el simple gremialismo, el electoralismo
ciego, el sectarismo castrante.
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