Desde México
20/Septiembre/2014
El credo predilecto de los políticos
Alberto Medina
Méndez
La política como actividad
profesional ha instalado una serie de creencias hasta convertirlas en verdades
irrefutables. La mayoría de ellas apuntan a que la sociedad incorpore la idea
de que los políticos son imprescindibles protagonistas, necesarios participes y
vitales intérpretes en su función de intermediarios entre las dificultades y
las soluciones.
El paradigma central de ese
dogma preferido por los políticos, es aquel que sostiene que son los gobiernos
los que deben "solucionar los problemas de la gente". Esta
perspectiva, además de perversa y falaz, apuesta a la pereza ciudadana
promoviendo la comodidad de ciudadanos que creen, genuinamente, que todos sus
padecimientos son responsabilidad de terceros, de otros, de personajes que se
empeñan en hacerlos desdichados.
En el marco de esa engañosa
teoría, la política como sacerdocio y vocación, asume el heroico rol de ofrecer
"alivios y remedios" para que la comunidad los apoye electoralmente y
de ese modo deleguen esa agotadora gestión dejando todo en manos de políticos
supuestamente eficientes que toman la posta para resolver cada inconveniente
que los ciudadanos identifican.
La felicidad es un concepto subjetivo,
individual, absolutamente personal, por el que cada ciudadano fija sus
prioridades, gustos, preferencias y una escala de valores bajo la cual intenta
alcanzar ese estándar sublime.
No existen garantías para
ello. Esa búsqueda es permanente y siempre imperfecta. Lo que cada individuo
intenta es lograrlo, pero no lo consigue con la frecuencia deseada, siendo
invitado entonces a ajustar reiteradamente sus estrategias y tácticas para
obtener la meta soñada. Por momentos lo consigue, pero sabe que ese bienestar
es efímero y que pronto algo volverá a romper el equilibrio, obligándolo a un
nuevo intento.
Imaginar que esas vivencias
individuales pueden resumirse en una consigna única, común y universal, es un
gran embuste. La política lo plantea porque si no implanta la visión del bien
común, esa matriz genérica que sirva para todos, no puede operar y su
existencia no tendría sentido. Y es así que desemboca en la mágica fórmula de
"resolver los problemas de la gente".
Resulta demagógico, pero al
mismo tiempo muy simpático, sostener ese discurso que dice que la sociedad no
es culpable de nada, que todo lo que le sucede es responsabilidad ajena y que
la política se encargará de poner las cosas en su lugar para que de ese modo
todos sean afortunados.
En realidad, los individuos
deberían comprender que lograr ese progreso y felicidad depende de ellos
mismos, que la tarea no es esperar que las cosas ocurran sino, justamente,
hacer que sucedan.
Las personas prosperan,
avanzan y consiguen ser felices, cuando gobiernan sus vidas y triunfan por sus
propios méritos. Claro que están los que tienen suerte y que el contexto
influye, pero eso no debe invitar a cruzarse de brazos y esperar que
"otros" resuelvan los inconvenientes particulares.
La tarea es hacerse cargo, ser
responsables del propio destino, ocuparse de uno mismo y también de sus
respectivos entornos. Son los individuos los que deben accionar y organizarse
cuando la voluntad individual no alcanza para cooperar y ejecutar cuando un
tema les interesa.
Existen varias generaciones de
ciudadanos que creen que los gobiernos deben proveerles trabajo, vivienda,
alimentos, educación y salud, entre tantas otras necesidades. Están convencidos
que se trata de una obligación de los gobiernos consagrarse a esos temas. Entienden
que alguien debe pagar ese costo, y no son ellos, sino el resto. Por eso
promueven la exigencia, y no apelan al esfuerzo personal como herramienta de
cambio.
Ni los políticos, ni los
gobiernos, están para quitar los obstáculos del camino. Nacieron con el
objetivo de garantizar derechos a cada individuo, y asegurar a los ciudadanos
la posibilidad de convivir en armonía, evitando que se quiten la vida, la
libertad y la propiedad unos a otros a través de mecanismos inmorales y del
tradicional abuso de poder.
Los políticos tendrían que
poner sus energías en generar las condiciones para que sean los individuos los
que puedan crear su propia felicidad a través de sus decisiones personales,
asumiendo los riesgos derivados de cada determinación. La responsabilidad de la
política es cerciorarse de que nadie inicie el uso de la fuerza contra otra
persona y que si lo hace, esa actitud tenga consecuencias negativas que
desestimulen un nuevo intento.
La política debe dedicarse a
que los individuos tengan reglas de juego claras, transparentes, estables, con
incentivos bien definidos, para poder en ese marco buscar su propia felicidad,
y no pretender reemplazar a los ciudadanos en esa labor. La sociedad, por su
parte, debe esforzarse, esmerarse, para que el resultado de tanto trabajo sea
su mayor estímulo y para no caer en la trampa de asignar culpas para justificar
errores propios.
La dirigencia se ha esmerado
en instalar esta idea en la mente de todos. Cada ciudadano que cree en esa
frase que dice que los políticos están para resolver sus dificultades, en algún
punto, es porque prefiere descansar en esa mirada que tomar riesgos asumiendo
sus éxitos y fracasos.
Es prioritario cuestionar el
discurso de los políticos, el verdadero rol de los gobiernos, y la función del
Estado en todas sus formas y jurisdicciones. Definitivamente, son los
individuos los que deben encontrar atajos frente a cada conflicto, en forma
personal cuando ese sea el ámbito, o también organizándose socialmente cuando
el objetivo amerite un trabajo coordinado en equipo. Pero es bueno empezar a
destruir aquel confortable slogan que afirma que son ellos los que deben
solucionar los problemas de la gente. Lamentablemente esa visión es parte del
discurso cotidiano y se ha constituido en el credo predilecto de los políticos.
albertomedinamendez@gmail.com
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