Desde México
Fecha: 10/Nov.2014
El Estado es
"Esencialmente" Ineficiente
Alberto
Medina Méndez
Afirmar que el
Estado es "esencialmente" ineficiente puede resultar una afirmación
algo audaz para muchos, pero solo se trata de una mera descripción bastante
concordante con lo que muestra el presente.
Es importante
no caer en la trampa que proponen los que se sienten a gusto equiparando la
realidad con sus propias utopías. No es razonable discutir intentando poner en
un plano de igualdad, una evidencia de la vida cotidiana con esa entelequia con
la que sueñan los mismos que dicen que el problema son los protagonistas de la
historia y no la estructura conceptual sobre la que se edifica cierta visión
ilusoria.
Los defensores
de la idea del Estado eficiente dicen que existen sobrados ejemplos en la
actualidad de naciones que han llevado adelante proyectos exitosos que permiten
dejar atrás las recurrentes críticas a las eternas deficiencias que se
describen con lujo de detalles.
Lo cierto es
que esos países que parecen victoriosos en esta batalla por conseguir esa
fantasía, son buenos ejemplos gracias a un proceso de comparación superficial
con otros efectivamente peores como los que se conocen tan frecuentemente en
estas latitudes. Se trata, en todo caso, de una mirada relativa, que elogia
exageradamente desempeños considerados aceptables respecto de otros claramente
desafortunados.
Es solo una
cuestión de matices, pero no de fondo. El Estado y la eficiencia son conceptos
absolutamente contrapuestos, definitivamente incompatibles, que no tienen
consonancia alguna. Tal vez para profundizar la discusión sea necesario
recordar que la eficiencia está directamente asociada a "conseguir un
propósito empleando los medios idóneos" y se debería partir desde allí si
se quiere analizar el asunto con seriedad y sin apasionamientos excesivos.
El Estado
dispone habitualmente de administradores circunstanciales, simples operadores
del sistema, que en general son los que han superado ciertos procedimientos de
selección, que en el mejor de los casos son representantes elegidos por el
mandato popular en las democracias más desarrolladas, y en otros ni siquiera
bajo esa modalidad, sino bajo las reglas de esquemas mas autoritarios y
arbitrarios.
En todos los
casos, los que toman decisiones son personas que administran un patrimonio
ajeno, bienes que son de todos los ciudadanos de una jurisdicción, dineros de
cada habitante local. A la hora de orientar esos recursos, aun mediando la
buena fe, la mejor de las intenciones y un espíritu saludable, se cae
inevitablemente en cierta injusticia.
No es que en
el sector privado eso no pueda suceder. También allí se toman determinaciones
inadecuadas y se cometen errores, muchas veces groseros. La diferencia pasa por
quien paga los costos de esos desaciertos.
Cuando algo
sale mal y están involucrados solo privados,
pues se trata de decisiones que se han tomado asumiendo la existencia de
riesgos y los costos de esas cuestiones las pagan solo los individuos
involucrados.
Ahora cuando
esas decisiones equivocadas se incurren en el ámbito estatal, los disparates
los pagan todos los ciudadanos. Eso significa que cada individuo deberá
trabajar más para que nuevamente le sean quitados más recursos ganados con su
esfuerzo vía más impuestos, endeudamiento o emisión monetaria.
Los criterios
de eficiencia tienen que ver con ideas relacionadas a la austeridad, al
lucro y a la humana necesidad de solo
gastar con la visión de maximizar utilidades. Al menos así se razona en el
medio privado, y hasta en el estrictamente individual y familiar. No es que se
trate de un mecanismo infalible, de hecho no siempre sale bien, pero cuando
alguien falla el que paga los costos también es ese operador particular y no
todos.
En el sector
estatal, la austeridad es un concepto casi siempre ausente. A la hora de
elegir, de erogar y comprar, no necesariamente se tomarán decisiones como en el
sector privado. Se incurrirán probablemente en excesos, lujos superfluos y
privilegios que ni se justifican. A cambio de eso se obtendrá un resultado de
menor jerarquía, que insume más recursos de los necesarios, al menos si se toma
como referencia el criterio con el que se hubiera manejado una inversión
llevada adelante con dinero propio.
Al final del
camino, la discusión conducente solo debería pasar por minimizar los niveles de
ineficiencia. Pero se debe asumir previamente esa ineficiencia intrínseca del
Estado, propia de su esencia, que forma parte de sus entrañas más profundas y
que no debe ser negada para poder operar adecuadamente. La tarea pasa por
atenuar el impacto de esos despilfarros, acotar lo improcedente e incorporar
cierta dosis de racionalidad.
No es que no
exista forma alguna de lograr parcialmente resultados alentadores. Pero algunos
ingredientes son imprescindibles para conseguirlo. La transparencia en el uso
de los recursos, la publicación de los actos de gobierno, la información
abundante y al alcance de los ciudadanos, permite disminuir el costado negativo
de esta innegable realidad.
Los procesos
abiertos de información, evitan parte de la corrupción estructural y reducen la
chance de que el funcionario de turno seleccione caminos con absoluta
discrecionalidad. Se debe trabajar mucho en esta cuestión, pero resulta
indispensable entender el problema con claridad y asumir definitivamente que el
Estado es esencialmente ineficiente.
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