Desde Argentina
Fecha 29 Agosto
2015
Claudicar Para Triunfar
Alberto
Medina Méndez
En política
parece inevitable separar el proceso electoral del efectivo ejercicio del
poder. Los más pragmáticos sostienen, con bastante evidencia a su favor, que es
necesario concentrarse primero en acceder al poder para luego recién soñar con
la posibilidad de cambiar la realidad.
Entusiasmados
con esas consigas apelan, sin dudar, al "vale todo", convirtiendo al
medio en un fin. Así nacen las frecuentes concesiones que derivan en el
ocultamiento premeditado de las convicciones más profundas.
Para los que
hacen política, esto no es realmente grave, ni siquiera es demasiado
cuestionable. Para ellos, esas son las inmutables reglas de juego vigentes. Si
alguien pretende conquistar el trono, deberá recorrer irremediablemente ese
sendero, por despiadado y cruel que parezca.
Alcanzar el
poder implica someterse a la voluntad popular y a las demandas de una sociedad
que establece sus objetivos propios. Son muchos los ciudadanos que entienden
que la política debe resolver sus problemas, y pretenden que sus dirigentes se
ocupen del tema dándole total prioridad.
No importa si
esos programas son justos, razonables o absolutamente inviables. Lo relevante
es que serán esos los criterios que definirán los perfiles de los candidatos y
sus predecibles alegatos de campaña.
La gente es
escéptica y no confía en que la dinámica electoral encamine todo adecuadamente.
Pero también sabe, qué ante la falta de alternativas, este es el modo menos
ineficiente de influir con su opinión ciudadana.
Los políticos
recitan discursos, casi siempre, diciendo lo que la gente quiere escuchar.
Contratan encuestas y dialogan con muchos, solo para diseñar un relato que se
ajuste afinadamente a los requerimientos de la comunidad, y les permita lograr
los votos suficientes para llegar al poder.
Por eso es que
rara vez la política realmente lidera. En la inmensa mayoría de los casos lo
hace la sociedad, explicitando lo que pretende y es la política la que finalmente
promete soluciones a esas exigencias. Los dirigentes son solo meros seguidores,
instrumentadores circunstanciales de planteos que la sociedad impone
unilateralmente sin participación de la política.
En ese esquema,
los políticos solo perfeccionan y mejoran las formas de husmear en las
prioridades de la gente, y en vez de "dirigir" el recorrido, solo
terminan siendo herramientas descartables de ese atroz proceso.
Tal vez por eso
tampoco sean respetables los políticos. La gente sabe que ellos mienten
descaradamente, qué dicen solo lo que resulta útil y oportuno, para luego, en
el accionar cotidiano, hacer cualquier otra cosa.
Es un juego de
una gran hipocresía. La sociedad reclama sobre opinables asuntos, los políticos
abandonan sus convicciones y dicen lo que la gente espera. El resultado está a
la vista y no merece consideraciones adicionales.
Hay mucho de
patético en todo esto. Demasiadas actitudes inapropiadas, bastante de cinismo
y, sobre todo, una enorme dosis de inmoralidad. Parece difícil interrumpir este
círculo vicioso. Ante la ausencia de un sistema que sea percibido como
superador, solo resta esperar que aparezcan líderes con mayúsculas, aunque no
existen estímulos suficientes para que ello ocurra.
La llegada al
ruedo de personas de honor, preparadas para compartir su visión sin esperar una
recompensa electoral en el corto plazo, parece solo una utopía o, en el mejor
de los casos, una ingenua expresión de deseos.
Si esos
individuos estuvieran en la escena, ciertas ideas podrían prosperar, algunos
ciudadanos se cuestionarían sus verdades irrefutables y se aspiraría a que
empiece a modificarse lentamente el curso de los acontecimientos.
Lamentablemente,
la política está repleta de ansiosos y voraces personajes que solo piensan en
términos de inmediatez. Ellos pretenden ocupar cargos pronto y no tienen la
paciencia que merece un genuino cambio de rumbo.
A menudo se
pueden identificar personas que tienen principios y que podrían administrar el
porvenir, pero lo cierto es que frente a un proceso electoral concreto, son
muchos los que deciden dejar de lado sus elaborados argumentos para terminar
repitiendo lo que la mayoría reclama.
Inexorablemente
deciden sucumbir frente a sus ansias de alcanzar la cima y entonces todo vuelve
al inicio. Así no se puede construir nada sensato y, menos aún, pedirle a la
gente que crea en la política y que participe.
Si el requisito
para hacer política es mentir, ser hipócrita y estar dispuesto a arrojar la
honra al suelo para abandonar definitivamente las convicciones, no es esperable
que "los mejores" quieran ser parte de esta parodia.
Parece ser este
el denominador común de todo proceso electoral. O el sistema cambia algún día,
vaya a saber gracias a qué extraño mecanismo difícil de imaginar, o aparece
mágicamente ese paciente héroe dispuesto a liderar la interrupción de esta
pérfida inercia, o se seguirá asistiendo
a este triste espectáculo en el que la campaña es solo una secuencia de falsos
discursos ajustados a las supuestas demandas de la sociedad.
Mientras tanto,
esta pantomima se repetirá hasta el infinito y el montaje solo mostrará, como
hasta ahora, una gran farsa en la que un conjunto de dirigentes políticos
siguen dispuestos a claudicar para triunfar.
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