Desde AGE. Internacional
01-febrero-2014
Nelson Mandela, una herencia
ambivalente
Pepe
Gutiérrez-Álvarez
Ahora, los
representantes de la derecha neoliberal que, a la manera de Reagan y Thatcher,
le trataron de “peligroso terroristas”, se apremian por depositar el ramo de
flores más grande sobre su tumba. Lo podemos ver en el “homenaje” que el
thatcheriano Vargas Llosa, acaba de publicar en “El País”, y cojan la lupa y
miren: ni media palabra sobre los posicionamientos de Mandela por el
socialismo, las luchas de liberación, su admiración por el Che y por la
revolución cubana. De buen seguro, a su sepelio asistirán estadistas y coronas,
mucha gente que en su día fueron buenos amigos del régimen racista, gente comos
dignatarios del Pentágono que tuvieron a Mándela en sus listas como
“terrorista” hasta después de ganar unas elecciones…
Mándela será
en verdad llorado por millones de personas anónimas que a lo largo de varias
décadas, se jugaron la vida y la libertad contra un régimen que el propio
Mandela situó después del nazismo en perversión. En su inmensa mayoría serán
personas que se sienten más libres que en los años de ignominia, cuando un
“nativo” podía ser vejado, maltratado, torturado o asesinado por la policía.
Las terribles fuerzas represivas de un sistema que era considerado como un
ejemplo para África. Un sistema que no tuvo problemas diplomáticas hasta que su
continuidad se adivinó imposible, y que gozó de apoyos incondicionales, por
ejemplo de Israel. Por ejemplo, de la España de Felipe González que le siguió
vendiendo armas cuando ya estaba siendo desahuciado, y muchos gobiernos habían
dejado de hacerlo.
Dicen que la
hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, y Mandela no es
culpable del festival de cinismo que ha rodeado sus últimos años, desde que
garantizó que la revolución que predicaba se quedaría en las puertas de la
propiedad, de esas riquezas sobre las que alguien dijo que el oro de los
blancos era también la sangre de los negros.
Su historia es
la de una larga resistencia a la opresión racista y social, que una cosa es
indisociable de la otra, se desprecia al negro para robarle sus riquezas.
De haber
muerto en los años cincuenta podrían haber sido comparado con cualquiera de los
grandes jóvenes líderes negros que, como Antonio Lembele o Steve Biko (al que
aquí conocemos sobre todo con el rostro de Denzel Washington en Cry Freedom),
dos líderes radicales que marcaron con su potente personalidad el movimiento de
resistencia.
De haberlo
hecho después del proceso de Rivonia su figura habría podido resultar
equiparable a la trágica y magnífica de Patricio Lumumba, un nombre que es en
sí mismo una acusación contra la inane monarquía belga y el colonialismo.
Pero Nelson
siguió siendo alguien de una talla excepcional en los años del ostracismo, era
ya un anciano cuando le llegó la liberación, pero emergió como un líder
imaginativo, alguien a la altura de unas circunstancias especialmente
complicadas, y dejó el poder con el prestigio intacto, aunque hay luces y
sombras en el balance objetivo de su actuación. Pero incluso en el caso de que
se puedan juzgar severamente algunas de sus posiciones, no hay duda que fue el
artífice de la reconciliación racial que sacó a Sudáfrica del
"apartheid", impidiendo que el país cayera en una guerra civil. Pero
esa fue una fase. Una etapa inicial en un continente en el que el dilema entre
el socialismo o la barbarie (neoliberal), se está haciendo cada vez más
evidente que en ningún otro.
Ahora todo
aquello parece quedar lejos, una historia que se narra de una manera
personalizada, con cuatro generalizaciones sobre el “apartheid”, un régimen que
sirvió, ante todo y sobre todo, para caber más ricos a los ricos y más pobre a
los pobres.
Mandela, el
incorruptible, el que no se rendía, comenzó a ser mundialmente reconocido
cuando en los años ochenta, la crisis abierta, con las movilizaciones masivas
en las calles, las muertes y las torturas de los resistentes, convertía a
Sudáfrica en uno de los centros de la atención pública de todo el mundo, y
familiarizó a muchas personas con términos hasta entonces extraños como boers,
bantú, bantunstanes.
Palabras que
vinieron acompañada de nombres como los de Steve Biko, Desmond Tutu, Walter
Sisulu, pero sobre todo con Nelson y Winnie Mandela, la olvidada pareja
protagonista del gran drama histórico del apartheid en su última fase, después
de la cual comenzaría una nueva etapa en la historia de Sudáfrica en la que el
racismo era apartado de las leyes, y el CNA conseguía gobernar con una mayoría
absoluta, dentro de la cual se podían contar los votos de muchísimos blancos
que también creían que el apartheid merecía morir, y ser enterrado como una
variante colonial del nazismo, como una muestra especialmente cruel de la
"supremacía blanca".
En este
tiempo, y en el que le sigue, el prestigio de Nelson y Winnie Mandela han
superado al de todos los gobernantes de la época. Muy pocas veces en la
historia una pareja ha conseguido, reunir tras de sí un apoyo nacional e
internacional tan vasto, hacía mucho tiempo que líderes proscritos no daban un
salto histórico --revolucionario-- que les llevara desde la prisión y la
humillación, a protagonizar un cambio histórico incompleto pero impresionante,
y recibir los máximos honores. Incluido el Nobel de la Paz para Nelson
compartido con De Klerk, lo cual no deja de ser una paradoja, aunque este del
Nobel a veces parece tan disparatado como el Oscar, y aunque no se lo dieron a
Hitler o Franco (aunque no faltaron propugnadores), se lo dieron a Kissinger,
seguramente peor de todos.
Así es que,
aunque situados después de la ruptura matrimonial en ángulos diferentes, Nelson
y Winnie, cada uno a su manera, siguieron representando la historia viva de
Sudáfrica, una historia en movimiento que sigue ocupando las portadas de los
medias, y sobre la cual sigue valiendo la pena tratar de ofrecer un
"mapa" que nos ayude a situarnos en uno de los grandes episodios de la
historia del siglo XX, y cuya importancia para el devenir del continente
africano resulta incuestionable. Sudáfrica es el país más desarrollado de un
continente para el cual el siglo XXI solo presenta malos augurios.
Al liderar una
revolución a medias, Mandela se convirtió en el "rostro" de la
oposición y de la superación del apartheid en los periódicos, la radio, la
televisión y el cine. En sus últimos años de cárcel, su nombre fue asociado a
todo tipo de acontecimientos y manifestaciones multitudinarias que gritaban su
nombre, y las embajadas y consulados sudafricanos de todo el mundo se veían
asediados por gente que gritaba lo mismo. En estos años, resultó extraña la
entidad, empezando por el Nobel de la Paz, que al repartir un premio de
carácter solidario o humanístico no tuviera a Mandela entre sus galardonados en
tanto que su efigie ocupaba en los murales y panfletos un lugar cercano al
"Che" Guevara. Fue también entonces cuando se publicaron numerosos
libros, más sobre Mandela y Winnie que sobre Sudáfrica, siguiendo el mismo
hilo: servían para iluminar los acontecimientos que les había tocado vivir,
porque representaban al pueblo, y porque su causa era la verdadera, o al menos
la más representativa. En el 2002, Nelson fue aclamado por todos los representantes
del continente reunidos en Durban para celebrar la creación de la Unión
Africana.
El potencial
de este carisma no podía pasar desapercibido para el cine y la TV, y de ahí que
una de las principales cadenas de la TV pública norteamericana le dedicara una
superproducción a su nombre (Mandela, con Danny Glover como protagonista) que
tuvo la virtud de suscitar la indignación de la llamada "Mayoría
Moral". Los "medias" republicanos lo tacharon de
"comunista" y de "terrorista". Palabras que también estuvieron
en la boca de la Margaret Thatcher o del demócrata-cristiano alemán Helmuth
Kolh, el padrino de Merkel y cia.
Pero Mandela
se convirtió en un hueso atravesado en la garganta de los conservadores
británicos cuando, en julio de 1988, el estadio de Wembley de Londres se puso
hasta la bandera para escuchar un concierto musical con la reunión del mayor
plantel de grandes de la música popular de nuestro tiempo. Desde la cárcel,
Mandela llegó a convertirse en un reclamo desafiante gritado por millares y millares
de manifestantes y de huelguistas de su país.
Por entonces,
aunque fuese modestamente, también se
crearon colectivos antiapartheid en varias capitales españolas. Esta campaña se
compuso de las actividades clásicas de denuncia del racismo, actividades
callejeras con pancartas, recogidas de firmas, propuestas parlamentarias,
charlas y mesas redondas, y naturalmente, la edición de libros y folletos.
Inmerso en esta actividad. Fue esta conexión la que permitió más tarde que
Mandela hiciera una escala en Barcelona, invitado por el Ayuntamiento de la
ciudad. En aquella ocasión, Mandela pudo hablar a un extenso público congregado
en la plaza de Sant Jaume…
Poco después,
tal como había predicho el mismo ante una audiencia que lo consideró quimérico,
fue elegido el primer presidente negro de Sudáfrica, y protagonizaba el
acontecimiento liberador más importante finales del siglo XX, de una década de
derrotas para todos los movimientos de liberación, incluyendo los que en la
vecindad con Sudáfrica habían provocado la caída del odioso ultraimperialismo
portugués, y habían contribuido al "regalo" de la revolución de los
claveles en Portugal, que tanta ilusión causó en una generación que acabaría
haciendo la vida imposible al franquismo y conquistaría las libertades
democráticas en España.
En aquella
coyuntura, Mandela creyó que lo primero era acabar con el apartheid, y abordar
los grandes cambios que la mayoría social del país venía exigiendo mientras
eran salvajemente reprimidos.
Desde
entonces, muchas cosas han cambiado en Sudáfrica y en el mundo, pero lo más
importantes es que, primero, que el apartheid ha quedado atrás sin que haya
tenido lugar ninguna hecatombe humanitaria, y segundo, que Sudáfrica ha
adquirido un sentido muy diferente para el continente africano. Dejó ser el
centro contrarrevolucionario coligado con Washington para sostener y
complementar los ejércitos "contras" que acabarían arruinando en no
poca medida las perspectiva de mejoras democráticas y sociales en Angola, Costa
Verde y Mozambique, sino que, por el contrario, emergía como la portavoz más
fuerte y autorizada de un continente que parece condenado a ocupar
permanentemente las páginas más calamitosas de los noticiarios.
Mandela marcó
un etapa de la historia sudafricana, el país más rico del continente, donde la
clase trabajadora es mayoritaria y sigue estando organizada aunque las
burocracias sindicales han hecho estragos. Comenzó como un continuador de la
tradición pacifista y gradualista puesta en la práctica por Mahatma cuando
vivió allí, pero luego consideró que la luchar armada se había hecho
ineludible. Fue uno de los portavoces de la Carta de la Libertad, un programa
que no separa la libertad de la igualdad. Su actuación gubernamental fue,
cuanto menos insuficiente. Sudáfrica ya no sufre el látigo del racismo, pero se
ha hecho todavía más desigual que cuando gobernaban los racistas.
Si tuviera que
escribir una escueta esquela a Mandela, lo haría citando un poema de Miquel
Mati i Pol, que dice:
Ara es demá.
No escalfa el
foc d´ahir
Ni el foc
d´avui,
I haurem de
fer u foc nou.
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