Desde
México
20/Septiembre/2014
La
despreciable actitud de los secuaces
Alberto Medina Méndez
Los
caudillos siempre precisan de aduladores en sus entornos. Sin ese compacto coro
de halagadores seriales que respaldan todas sus decisiones, el líder parece
perder esa autoestima que lo invita a imponer y avanzar.
Es
difícil entender a quienes avalan sus determinaciones sin cuestionarlas. Es
bueno asumir que el jefe no siempre tiene razón. Los liderazgos consistentes se
construyen con mentes abiertas, amplitud de criterio, disposición para escuchar a todos, con ganas de aprender, para
seleccionar las alternativas óptimas. Esos conductores suelen ser hábiles,
convocan a los mejores, a los más capaces, a los que pueden ofrecer soluciones
con sentido común, sensatez y una cuota de conocimiento técnico combinado con
talento profesional.
Algunos
dirigentes políticos, mediocres y de escasa personalidad, tienen una tendencia
indisimulable a rodearse de ineptos, de individuos poco competentes, de escasa
formación académica y con temperamentos débiles a la hora de proponer ideas y
establecer posiciones propias.
A
veces, ese núcleo de colaboradores está compuesto de gente con avanzados
estudios. Resulta complejo entonces decodificar la humillante conducta que asumen
esos que optan por exaltarlo todo obedientemente, con un silencio cómplice
excesivamente funcional a los objetivos del jerarca.
Se
puede entender la mezquindad, la terquedad y hasta el error habitual del líder
de turno. Es posible comprender la naturaleza y el peso de la responsabilidad
de quien tiene la tarea de conducir, pero eso no puede explicar jamás porque
algunos protagonistas, aparentemente inteligentes, deciden jugar el perverso
juego de alinearse incondicionalmente.
No
se visualizan en esos grupos de trabajo, personas aptas para fijar una postura
diferente, diciendo lo que nadie quiere escuchar y listas para dar el paso al
costado si las circunstancias así lo requieren, sobre todo cuando se recorre un
camino inapropiado, inaceptable y sin regreso posible.
Es
inviable justificar a esos personajes que construyen discursos con esmerada
razonabilidad, para luego vitorear barbaridades y apoyar peligrosas consignas
que buscan trastocar el modo de vida de la sociedad.
Es
sabido que no se puede estar de acuerdo en la totalidad de los asuntos de la
agenda política. También se asume que no todo se puede cambiar en poco tiempo.
Pero existen límites y es vital identificarlos, para saber que se puede lograr
y que no. Allí es cuando parecen obnubilarse algunos, permitiendo que esa línea
se vaya corriendo progresivamente.
Algunos
creen que solo se trata de mantener esa cuota de poder que el funcionario
supone disponer. Es por eso que aceptan lo que sea. Pretenden retener ese
espacio de maniobra que los apasiona y pagan costos impensados, cediendo a
diario, tranzando inclusive con la corrupción que los circunda hasta
naturalizarla e incorporarla como hábito al ejercicio de sus tareas. Así es que
concluyen también aceptando la inmoralidad y los desaciertos, como si eso fuera
requisito necesario para hacer política.
Ellos
mismos se convencen de que solo se trata de insignificantes daños colaterales,
aparentemente menores y argumentan diciendo que para lograr cambios hay que
estar dentro y ensuciarse, y que eso es parte de las reglas del sistema. Lo
central es que cada individuo debe decidir hasta donde llega, cual es su
frontera personal, donde está el umbral que no aceptará sobrepasar, y eso tiene
que ver con los valores profundos con los que cada ser humano comulga. Se debe
poner en la balanza los objetivos por un lado y los medios que se aceptan
utilizar para lograrlo, por el otro.
Es
en los actos oficiales o hasta en la obscena "cadena nacional",
cuando se pueden observar con más claridad las poses asumidas por los
funcionarios del gobierno y amigos del poder que siempre secundan al líder
ocasional. La indigna costumbre gestual de aplaudirlo todo, de sonreír frente a
comentarios tan superficiales como de dudoso sentido del humor y ovacionar lo
inadmisible, termina configurando un comportamiento patético.
En
muchos casos merodean el poder, empresarios, profesionales, hombres y mujeres
exitosos en su actividad. Ninguno de ellos precisa de dádivas o favores, ni de
los salarios que ofrece un circunstancial gobierno, aunque la mayoría lo acepta
con demasiada satisfacción.
En
la inmensa mayoría de los casos, funciona de otro modo. Habitualmente los
mediocres son solo rehenes de una remuneración, de una cómoda posición que los
lleva a recibir una compensación económica a cambio de sus servicios. La
contraprestación no implica solo trabajar, sino también la deshonra de decir
que sí siempre y aclamar todo sin condiciones.
El
proceder de los elogiadores compulsivos no es intrascendente. Se trata de
integrantes de un equipo que cumplen el rol de participes necesarios, porque
son parte de lo que sucede, saben lo que ocurre a su alrededor y nadie los
obliga a estar ahí. Aunque así lo reciten, no pueden pretender que se los
considere como meros espectadores.
No
son pocos los que, en privado, critican al líder, su estilo y hasta sus formas.
Pero no se animan a confrontar con el patrón. No tienen la valentía suficiente
para decir lo que piensan porque temen cometer el pecado de no agradar al jefe.
No le plantean sus puntos de vista discrepantes, ni tienen el coraje de
retirarse a tiempo cuando así corresponde.
Queda
claro que el líder puede equivocarse, que sus resoluciones no siempre son las
adecuadas y que sus visiones a veces se encaminan hacia el inevitable fracaso.
Pero eso no sucede solo por sus propios errores, ni por su enérgico carácter o
sus evidentes defectos personales, sino también por la despreciable actitud de
los secuaces.
albertomedinamendez@gmail.com
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