Desde Argentina
Fecha: 11/Julio/2016
Justificaciones Que Insultan
Alberto
Medina Méndez
La corrupción es
un fenómeno social que no merece contemplación alguna. Cuando la sociedad
siente que se la ha engañado, robándole no solo sus recursos económicos sino
también sus ilusiones, no precisa justificadores seriales que ensayen
explicaciones insólitas que agravian a todos.
Es
imprescindible que los aberrantes hechos del presente no solo sirvan para el
debate coyuntural, sino que sean el puntapié inicial para revisar el fondo de
la cuestión e implementar los cambios que eviten que sucesos de este tipo se
puedan repetir cíclicamente y con tanta frecuencia.
Esta vez lo que
horroriza tiene que ver con lo ordinario y lo burdo, con lo grotesco y esa
ausencia de barreras inhibitorias de los protagonistas. El descaro absoluto, la
falta total de pudor, la desaparición del mínimo aceptable de decoro es lo que,
en todo caso, impresiona e impacta.
Ese dirigente
político, que haciendo uso de su depravada mentalidad, apela al patético
recurso argumental de minimizar la importancia de lo acontecido, aduciendo que
otros actores inducen al corrupto en cuestión desde posiciones diferentes,
ofende a la sociedad e insulta su inteligencia.
Cuando un
"mercachifle" ofrece dinero a cambio de favores comete un delito pero
además abusa de la gente en provecho propio. Nadie sensatamente puede defender
esa postura. Pero ponerlo en un pie de igualdad con el funcionario que fue
colocado allí por quien ha sido electo por la sociedad para administrar lo de
todos, es un tremendo error conceptual.
Los que ocupan
un lugar en el gobierno, llegan ahí de la mano de elecciones populares, en las
que los partidos políticos ofrecen a la sociedad propuestas y también personas
que las representarán para generar un círculo virtuoso que impactará en sus
vidas de un modo favorable.
Por el
contrario, ese ciudadano que algunos definen equivocadamente como
"empresario", no es más que un mero "traficante de
privilegios", alguien que no ofrece servicios para satisfacer a la
sociedad, sino que comercia amparado en la existencia de oscuras normativas que
le permiten obtener un cuestionable provecho personal.
Ese deshonesto
personaje de esta historia es un simple "ratero", un delincuente
común, que jamás ha sido seleccionado por la sociedad directamente, ni tampoco
de un modo indirecto. Es un bandido, un pillo,
pero que no representa a nadie. Por eso no está en la misma situación
que el funcionario que le ha posibilitado construir su pérfido negocio.
No es relevante,
desde un punto de vista ético, establecer categorías de culpabilidad, porque no
importa demasiado en qué lugar de esa escala se coloca a cada malandrín, sino
su inobjetable lugar en ese proceso diseñado para consumar el perjuicio final.
Pero tampoco se
debe aceptar tan mansamente esa suerte de pretexto argumental que cierto sector
de la política intenta utilizar para minimizar sus propias culpas, que
claramente existen por acción o por omisión.
Si las más altas
esferas forman parte de ese perverso plan de saqueo sistemático al Estado,
resultan especialmente repudiables no solo por su nefasto cinismo, sino también
por su inocultable actitud delictual.
Pero aun si no
fueran cómplices directos de semejante
estafa social, tendrían responsabilidades por su evidente negligencia, su
indisimulable inoperancia y esa manifiesta incapacidad para conducir un
gobierno.
No es saludable
detenerse frente a la anécdota. Hay que evitar que la vergüenza convierta a
esto que ha ocurrido otra vez, como en tantas otras oportunidades, en solo un
eslabón más de una interminable cadena.
Para eso es
preciso comprender la naturaleza de la corrupción. No es un accidente, ni un
hecho fortuito que brota porque un par de inmorales se ponen de acuerdo. Es un
suceso que se concreta gracias a la potestad que tienen los gobiernos de
decidir discrecionalmente sobre la vida de la gente.
Si esa facultad
no estuviera habilitada no habría margen por donde pasar, y estos indecentes no
tendrían la chance de llevarlo a cabo. El problema no es la moralidad de las
personas, sino la permeabilidad de un sistema que genera hendijas por donde
filtrarse con comodidad, a espaldas de todos.
Si no se quiere
seguir transitando este humillante camino no alcanza con reclamar más
controles, ni tampoco con mejorar el proceso de selección de los que tendrán la
tarea de conducir. La labor implica destruir los pilares de un esquema
intrínsecamente corrupto que viene asociado al poder que cualquier gobierno
dispone para tomar decisiones inconsultas.
Es tiempo de
mirarse en el espejo, y de asumir la parte que le toca en suerte a cada uno.
Mucho de lo que ocurre tiene que ver con decisiones erróneas, pero también con
ciertas visiones sobre los asuntos públicos que conforman una gran fantasía
alejada de la verdad. La presencia de paradigmas distorsionados hace que muchos
supongan que las cosas son como deberían ser y no como realmente son. Por eso
insisten y se repiten.
A estas alturas
ya no se trata de juzgar a los corruptos por el volumen de sus fechorías, sino
por lo que hacen a diario. Eso implica independizar la magnitud de lo hecho de
sus respectivos actos delictivos. No es significativo clasificar a los ladrones
por la dimensión de lo apropiado. Importa, en todo caso, establecer con
claridad quiénes son finalmente los malhechores.
El país tiene
una enorme oportunidad entre sus manos. La puede dejar escurrir entre sus dedos
nuevamente como en tantas otras ocasiones en el pasado, o puede tomar "el
toro por las astas" y enfocarse en el núcleo del problema, para que eso no
suceda nunca más, o al menos para que si ocurre no aparezcan otra vez estas
justificaciones que insultan.
albertomedinamendez@gmail.com
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