Desde México
11/Enero/2015
La educación es consecuencia y no
condición.
Por
Alberto Medina Méndez
Una conjetura
se ha instalado como verdad revelada, cuando en realidad no tiene demostración
empírica alguna que la sostenga. Son demasiados los que entienden que la causa
que explica la situación actual de inmoralidad, mediocridad y pobreza tiene que
ver con la ausencia de educación.
Cuando se
aborda el debate sobre cómo salir de ese cuello de botella que propone el
presente y superar así las mediocridades de este tiempo, parece inevitable caer
en el simplismo de establecer un paralelo entre la ignorancia de la gente y el
modo de seleccionar a los dirigentes políticos responsables de conducir los
destinos de una comunidad.
En realidad se
podrían mencionar ejemplos que demuestran exactamente lo contrario. Sociedades
muy cultas, amantes del arte, la literatura y la música han elegido como
gobernantes a déspotas autoritarios, capaces de cometer las más grandes
masacres que la humanidad recuerde.
La educación
bien entendida es un valor, pero es un error muy frecuente creer que es una
condición indispensable para el desarrollo. Si se repasan las estadísticas
mundiales en la materia, se identifican con facilidad a un grupo de naciones
que ostentan esa virtud, pero no es casual que se trate de países
desarrollados. El error conceptual es suponer que la educación generó el
desarrollo, cuando en realidad, en la inmensa mayoría de los casos, el proceso
ha sido justamente el inverso.
Es necesario
desterrar esa falacia que sostiene que invirtiendo presupuestos gigantescos en
educación se logrará desarrollo, porque esta postura invita a depositar
energías en estrategias incorrectas que no encuentran soporte alguno en ningún
argumento sólido que se apoye en evidencias concretas.
Parece
apasionante esa mirada, simpática por cierto, pero se debe comprender que se
trata de un espejismo, un análisis superficial y un desorden de factores al
momento de relatar las experiencias de cada nación. Es una ingenuidad creer que
un sistema educativo formal puede convertir a un país inmoral en virtuoso, o a
una nación pobre en rica.
Son las reglas
de juego razonables, un marco institucional adecuado, el clima apropiado de las
ideas, la implementación de políticas públicas atinadas las que, en definitiva,
conducen al progreso y al desarrollo.
Es desde allí
donde se llega a niveles educativos elevados y no al revés. Claro que existen
ejemplos que transitaron ambas caminos en paralelo y es posible confundir en
esos casos determinadas causas con ciertos efectos.
Pero no se
debe caer en el infantilismo de pensar que si se destinan cuantiosas cifras de
dinero al sistema educativo, la nación mágicamente encuentra su rumbo, como si
se tratara de un fenómeno lineal, carente de otros ingredientes mucho más
influyentes en el recorrido.
Este planteo
no pretende ser una apología del analfabetismo, ni tampoco un elogio a
conductas indeseadas. En todo caso, es el reconocimiento empírico de cómo
funciona la mente humana frente a ciertos estímulos concretos.
Un jefe de
familia que no puede alimentar a sus hijos solo se concentra en lograrlo, y es
por eso que la educación no es su prioridad. Pero cuando consigue superar esa
barrera que le plantea la indigencia, entiende que sus hijos merecen una oportunidad
mejor, esa que el no disfrutó, y es entonces, cuando los individuos asumen la
trascendencia de la educación y no antes.
La historia de
los países más eficientes del mundo muestra esta secuencia con inconfundible
claridad. De hecho, la inmensa mayoría de ellos crecieron gracias a la
tenacidad, el talento y el esfuerzo de varias generaciones de personas que sin
una formación educativa rigurosa, siendo desinformados e incultos, tuvieron un
norte claro y una decisión inequívoca de prosperar.
La educación
que tanto se enaltece en este tiempo vino después. Hoy pueden mostrarlo, luego
de varios años, inclusive después de décadas y generaciones de ciudadanos bajo
esa dinámica, pueden ufanarse de tocar el cielo con las manos y de convertirse
en naciones sabias, dedicadas a la investigación, invirtiendo en un sistema que
les permite cultivarse, aprender y desarrollar nuevas aptitudes, que en este
nuevo marco garantizan la tendencia hacia el progreso con mayor
sustentabilidad.
El planteo no
pasa por menoscabar la relevancia de la educación, ni ponerla un peldaño abajo
en la lista de atributos deseables, sino en todo caso destacarla como un
verdadero valor, pero sin caer en la trampa inocente de colocarla en un falso
pedestal y anteponerla frente a otras prioridades que, sin dudas, definen el
progreso de una sociedad e inciden en su futuro.
Si realmente
se quiere prosperar hay que comprender las reglas de esa dinámica. Partiendo de
un diagnóstico equivocado se transitará también por un camino de soluciones ineficientes
y sobrevendrá entonces la frustración.
La gente puede
equivocarse al seleccionar a sus conductores, pero ese fenómeno no
necesariamente es el derivado de su ignorancia. Es posible que tenga que ver,
en todo caso, con el excesivo nivel de dependencia económica de los individuos
respecto de sus gobiernos y una autoestima ciudadana debilitada que resulta más
que funcional en ese esquema.
Vale la pena
revisar esta posición. No se debe seguir insistiendo en visiones equivocadas.
Ese derrotero mantiene a la sociedad en esta especie de círculo vicioso que no
conduce a ninguna parte y que condena a seguir como hasta ahora, es decir sin
futuro y sin educación. Esa educación que en realidad será la consecuencia del
desarrollo y no la causa del progreso.
albertomedinamendez@gmail.com
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