Desde Argentina
11/Diciembre/2015
La Repugnante Tendencia A Hipotecar
El Futuro
Alberto
Medina Méndez
La política
contemporánea ha demostrado una voracidad de recursos casi infinita. La
creatividad para alimentar al Estado con más combustible para sus irresponsables
travesías parece inagotable. Antes era suficiente inventar impuestos o
presentarlos de un modo amigable para disimular su crueldad.
Aprendieron a
diseñar renovados argumentos que en situaciones de coyuntura dieran nacimiento
a nuevos gravámenes bajo la promesa de utilizarlos por poco tiempo, para luego
derogarlos y volver a la normalidad. Finalmente eso nunca sucede. La
circunstancia fortuita que originó el tributo es superada, nadie la recuerda,
pero el impuesto perdura eternamente.
Esa dinámica
tiene un límite empírico que no depende de la imaginación de sus iniciadores ni
de la saciedad de los recaudadores. La presión impositiva tiene una frontera,
más allá de la cual, su incremento produce un efecto inverso al deseado. Ya no
se recauda más y solo se consigue menos.
Pero los
gobernantes de este tiempo saben que disponen de otras herramientas para
continuar con el despilfarro que tanto los apasiona. Algunos pocos han
intentado el camino de la emisión de moneda como variante, pese a las nefastas
implicancias conocidas de este artilugio.
La emisión causa
inflación y ese aumento generalizado de los precios empobrece a toda la
sociedad, en especial a los más débiles, quitándole una porción significativa
de sus ingresos, esos que no pueden actualizar. Es paradójico que sean los
gobiernos populistas, los mismos que mientras dicen defender al pueblo
sostienen ese atroz esquema desde hace décadas.
La inflación ha
dejado de ser un tema relevante en la agenda económica universal, sin embargo a
ciertos políticos demagogos no les ha quedado mejor opción que esta para
continuar con sus dislates. Financiar el gasto estatal es un dilema enorme,
sobre todo cuando la sociedad parece estar convencida de que el Estado debe
hacer de todo por los ciudadanos.
Bajo esa mirada,
los gobiernos precisan de mucho dinero y no existe fuente mágica que los
provea. Son los individuos los que producen riquezas, los que tendrán que
resignar parte de ese dinero logrado para que el Estado pueda funcionar, ya no
solo para cumplir sus funciones esenciales, sino también esas otras que a
tantos les fascina sin entender que ellos mismos solventan esas excéntricas
andanzas para provecho de unos pocos.
En un escenario
casi dantesco, se incorpora a este juego la más perversa de las alternativas,
la del endeudamiento, esa que permite que los gobernantes gasten ahora lo que
pagarán otras gestiones y las siguientes generaciones.
Muchas personas
cultas e informadas, que han accedido a educación de primer nivel, han caído en
esta trampa intelectual de validar un instrumento ruin. Comparar las decisiones
económicas de un particular con las del Estado puede ser didácticamente
tentador, pero su naturaleza no puede ser deliberadamente tergiversada para
manipular una conclusión conveniente.
Una persona
decide como invertir su dinero, ese que ha logrado gracias al fruto de su
esfuerzo y tiene toda la potestad de hacerlo ya que lo ha conseguido por mérito
propio. Si decidiera pedir un empréstito, los riesgos correrían por su cuenta.
Si acierta será su éxito y si ha sido un error, deberá pagarlo con más
sacrificio personal. Un seguro podría, inclusive, cubrir su muerte evitando que
sus sucesores hereden esa carga.
En el Estado un
grupo de personas son elegidas por la gente para administrar el presente cuando
se integran al gobierno. Los funcionarios de turno, no son los propietarios del
dinero disponible, ni tampoco de lo que pudieran obtener. Ellos solo
administran lo ajeno por un tiempo acotado y eso implica una enorme
responsabilidad, superior a la de manejar lo propio.
Por eso, cuando
los Estados se endeudan, emiten bonos para ser cancelados en otro momento o con
cualquier otro ardid que la ingeniera financiera moderna pone al servicio de
este tipo de decisiones, se está ejerciendo una actitud no solo equivocada sino
altamente despreciable.
No se tiene
autoridad moral para gastar hoy y que la cuenta la pague el que viene. Si se
admitiera la incorrecta visión de compararlo con la vida particular, ningún
padre sería tan canalla de usar el dinero de un préstamo para darse placeres
ahora y endosarles a sus hijos o nietos el pago de sus descuidos. Sin embargo,
la mayoría de los intelectuales y académicos parecen respaldar esta postura que
permite a los Estados endeudarse. Les resulta natural, habitual, cotidiano y
por lo tanto aceptable.
No sería
aconsejable tomar en cuenta la opinión de los políticos en este asunto. Después
de todo ellos toman la decisión, se endeudan, gastan ahora dinero de terceros y
se lo hacen pagar a otros. Difícilmente estarían en desacuerdo con esa
posición. Es justamente por eso que lo promueven.
El problema de
fondo es que, por ahora, la llave la tienen los beneficiarios. Los políticos
solo deben conseguir apoyo legislativo para endeudarse. Los que votan en los
cuerpos colegiados son parte de la misma casta y solo se preparan para
usufructuar el resultado sin necesidad de hacerse cargo de las consecuencias
que esas determinaciones traen consigo.
Son los
ciudadanos los que deben ponerle freno a este ridículo mecanismo. Son pocos los
que se han dado cuenta de cómo funciona esta absurda modalidad descomunalmente
letal para las sociedades. Aún no ha sido suficiente para detener esta
repugnante tendencia a hipotecar el futuro.
albertomedinamendez@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario