Desde México
11/Enero/2015
Derogar: Una Virtud Ausente
Alberto
Medina Méndez
Esta sociedad
ha decidido darle entidad a la equivocada idea de que un buen legislador es
aquel que presenta una innumerable cantidad de proyectos parlamentarios y
consigue concretarlos a través de nuevas leyes.
Esta mirada
explica, en buena medida, la conducta de ciertos dirigentes que intentan
obtener votos para llegar a su banca, proponiendo determinadas leyes requeridas
por la gente. Sus propuestas políticas, en este sentido, pasan siempre por
regular, restringir, controlar y apelar a cualquier argumento que conduzca a
agregar leyes a mansalva a las ya existentes.
Esto no sucede
por casualidad. Es el resultado de una demanda social. La comunidad cree,
mayoritariamente, que la actividad de un legislador debe medirse bajo ese
parámetro. De hecho, son muchos los que al concluir el año, dan a conocer
públicamente la cantidad de proyectos que han presentado, sumando además no
solo las legislaciones propuestas, sino también otros recursos similares
menores como declaraciones de interés, meramente enunciativas que sin
relevancia sirven solo para abultar el número y generar la sensación de un
trabajo gigante, profundo y dedicado.
En línea con
esa visión, otros dirigentes son cuestionados por sus ausencias en el recinto,
pero sobre todo por el exiguo número de proyectos de ley presentados durante su
gestión, como si eso fuera realmente importante.
Es
trascendente entender el trasfondo de este asunto, ya que allí radica la base
ideológica de esta perspectiva que tantos adeptos tiene. Son muchos los
ciudadanos que creen que la realidad puede ser modificada mágicamente por ley,
estableciendo órdenes a través de normativas y haciendo que todo suceda por
imperio de la fuerza, sin comprender que solo se necesita un marco normativo
muy general, ya que el progreso depende, de la actitud de los individuos y no
de su comportamiento colectivo.
Claro que las
normas son importantes, pero su cantidad no define ni su calidad ni su
eficacia. Por el contrario, se precisan escasas reglas que sirvan como faro,
solo como un mero marco de referencia, que limiten el poder del Estado y eviten
los habituales abusos de los gobiernos. No más que eso.
Una frase
atribuida a Mark Twain dice que "Ni la vida, ni la libertad, ni la
propiedad de ningún hombre está a salvo cuando el legislativo está
reunido". Este planteo se ajusta demasiado a lo que se vive aquí y ahora.
Tal vez el
problema de fondo tenga que ver con lo que piensan los votantes, con lo que los
individuos sostienen como verdad irrefutable, y no con lo que los políticos
hacen. Es probable que ellos solo actúen en consecuencia y que su obrar sea lo
esperable frente a lo que la sociedad les reclama a diario.
Es allí donde
vale la pena detenerse y revisar las ideas propias. Son demasiados los que
creen que todo debe ser regulado, que cada actividad merece una legislación
dura que le fije reglas y que así el mundo será mejor. Esta interpretación de
la realidad entienden que los individuos están repletos de maldad y que el
único modo de lograr gestos positivos es imponiéndoles conductas que algún
iluminado selecciona como adecuadas.
Claro que los
que defienden esta postura, consideran que esas normas deben regir las vidas de
los demás y no las propias. Después de todo, desde su retorcida percepción, son
los otros los que hacen las cosas mal y merecen un castigo por ello.
John Locke
decía que "el fin de la ley es, no abolir o limitar, sino preservar y
acrecentar la libertad" y esto marca una diferencia conceptual enorme
respecto de las creencias ciudadanas contemporáneas. La ley debe ayudar a la
convivencia en sociedad y entonces su misión pasa por garantizar a todos que
otros no puedan apropiarse de sus vidas, libertad y propiedad.
Es posible que
algunas normas que hoy no existen sean necesarias. Pero es mucho más
significativo comprender que mas leyes no es sinónimo de mejor futuro, y que
será preciso, en el tiempo que viene, una ola derogadora potente que destruya
el complejo entramado de reglas que solo han entorpecido la vida ciudadana y
limitado las posibilidades de desarrollo.
Son muchas las
normas que impiden hacer, que cercan la creatividad y que restringen chances
concretas de prosperidad, siempre bajo ese sesgo controlador que tanto apasiona
a los autoritarios, esos que intentan decirles a los demás como deben vivir. Se
trata de una lista interminable de leyes que sojuzgan a los individuos y les
imponen conductas, supuestamente correctas, pero que atentan contra las
libertades más esenciales.
El mundo no se
cambia obligando a los seres humanos a comportarse bajo las líneas directrices
de una bondad forzada. Los hábitos se corrigen con el aprendizaje personal e
indelegable que tiene cada sujeto a lo largo de su experiencia propia. Una ley
no hará mejor a los hombres, sino que ello ocurrirá de la mano de sus propias
vivencias y decisiones responsables.
Un gran primer
paso es comprender esta dinámica y asumir que no es mejor legislador el que más
leyes hace, sino aquel que más contribuciones aporta para que la sociedad sea
más libre y justa. Este resultado no tiene por qué ser el corolario de una
innumerable secuencia de nuevas leyes, sino que tiene directa relación con la
actitud de suprimir normas, simplificarlas y hacerlas más amigables y menos restrictivas.
No son tiempos de más leyes. Esta es la oportunidad histórica de entender que
derogar es imprescindible y que es una virtud ausente.
albertomedinamendez@gmail.com
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