Desde D.F.,
México
Fecha:
22/Febrero/2015
Escepticismo Endémico
Alberto
Medina Méndez
Una importante
cantidad de ciudadanos ha perdido la fe en la política y su entorno. No creen
en los partidos ni en los dirigentes, tampoco en las instituciones o la república,
y hasta se animan a criticar a la "sagrada" democracia, asumiendo el
riesgo de ser políticamente incorrectos.
Algunos son solo
pesimistas crónicos, pero los más, son sujetos normales, gente equilibrada, que
está fastidiada con el presente, enojada con lo que sucede y con la innumerable
nómina de crónicas retorcidas, con finales poco felices, que se encargan de
avalar esa sensación tan frecuente.
Este no es un
fenómeno exclusivo de países con sistemas políticos precarios, irregulares o
inmaduros. Sucede en casi todo el mundo, aunque con matices evidentes, bien
diferenciados entre los extremos opuestos.
Muchas
sociedades han padecido aberraciones inadmisibles. Sus habitantes han escuchado
hablar de fraudes, acuerdos oscuros, muertes dudosas y casos judiciales bajo
sospecha que jamás llegan a la verdad. En realidad no lo saben con certeza,
esas personas solo lo suponen. Pero el problema es que cada una de esas
hipótesis que rodean a estas historias, son demasiado verosímiles, pueden ser
ciertas, podrían realmente haber ocurrido.
Claro que esa
base informativa, ese conocimiento disperso, impreciso, pero al mismo tiempo
disponible, suele dar lugar a las mas intrincadas versiones, e inspira a los
amantes de las conspiraciones, esos que ven confabulaciones por doquier y
entramados que poco tienen que ver con la realidad.
Ese escenario de
absoluto desprestigio de la política y de sus débiles instituciones no es para
nada deseable, pero es saludable asumir que esta visión forma parte del esquema
vigente en muchas comunidades.
Es inevitable,
que en ese contexto de desesperanza, sea difícil ver la luz al final del túnel,
y que muchos personajes de la política prefieran transitar idéntico camino, ya
conocido, bajo los códigos contemporáneos, en vez de animarse a revertir la
tendencia como si la misma fuera inmodificable.
Hace falta una
generación de dirigentes preparados para torcer el rumbo. No debe ser solo una
facción, un partido o algún sector de la política. Pero es imprescindible que
sea una abrumadora legión de personas dispuestas a cambiar la perversa inercia
que ofrece la corporación política actual.
Para muchos, es
solo una expresión de deseos y no más que eso. Sostendrán, no con pocos
argumentos, que muchos prometieron ser algo diferente y solo continuaron el
camino trazado por sus antecesores.
La cuestión de
fondo es que ese grupo de dirigentes necesarios, no solo deben ser políticos
profesionales, sino una multitud de pobladores con suficiente vocación para
modificar esta mecánica desde diferentes estratos.
No surgirá
mágicamente una nueva especie en la política, y menos aún en forma espontanea,
sino que aparecerá, solo en la medida que la sociedad pueda ser más exigente y
deje de conformarse con los mediocres de siempre. Pero también será posible, en
tanto y en cuanto, sean muchos los que abandonen definitivamente la comodidad
que propone la apatía, renunciando a sus privilegiados lugares de espectadores
de lo que ocurre, para ocupar un espacio protagónico allí donde sea preciso.
La política
partidaria, esa que se encarga de ganar representatividad en el poder y que
conforma gobiernos, es siempre el último peldaño, la cima de esta larga
secuencia, que debe empezar mucho más abajo.
Es en el barrio
o en el consorcio, en el club o en cualquiera de las organizaciones de la
sociedad civil, en definitiva, en cada uno de los ámbitos de participación
cívica donde se debe dar este proceso paulatino y progresivo, pero de un modo
decidido, perseverante y comprometido.
No hay razones
para resignarse totalmente. Se debe dar la batalla. Lo que no se puede hacer,
es solo esperar que esto suceda gracias a un golpe de suerte, por un deseo
superior, por justo que sea o necesario que resulte.
El desánimo
seguirá ganando la pulseada solo si los ciudadanos lo permiten. No será la alta
política la que modifique el curso de los acontecimientos, sino la decisión de
una casta de individuos capaces de testimoniar, a diario, con su ejemplo
personal e intransferible, que están saturados de esta forma de hacer. Que su cansancio
ha llegado al límite y que resulta vital construir un punto de inflexión,
indispensable para iniciar una nueva etapa.
Seguramente no
será un recorrido lineal, libre de sobresaltos, y hasta se deben contemplar
esperables retrocesos. No existe alquimia que muestre atajos para revertir el
presente sin esfuerzo. Para eso, cada individuo debe revisar, hoy mismo, su
actitud frente a lo que ocurre. Sus quejas, enojos, bronca e impotencia, son
solo diminutos síntomas, pero no constituyen una acción concreta y mucho menos
conducente. Hay que cooperar con algo más concreto, ser parte activa del
cambio, participar de algún ámbito y, sobre todo, estar dispuesto a demostrar
en el ejercicio de esa pequeña porción de poder, cuan convencido se está de
modificar lo que incomoda.
Si esa dinámica
diera sus primeros pasos, si ese esquema fuera capaz de demostrar su
viabilidad, es posible entonces, que se empiece a superar esta patética
situación que solo muestra la peor cara del escepticismo endémico.
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