Desde Argentina
11/Diciembre/2015
Entusiasmados Con Las Mentiras
Alberto
Medina Méndez
Un típico gesto
hipócrita de este tiempo es transitar esa senda que jamás consigue alinear
discurso y acción. Todos recitan que prefieren la verdad al engaño, sin embargo
frente a lo irremediable e inocultable, optan sin dudar por la más confortable
posibilidad de escaparse de la realidad y dejarse seducir por los encantos de
las fantasías y las eternas falacias.
Se trata,
indudablemente, de una actitud enfermiza, de un fenómeno sociológico totalmente
irracional y hasta patológico, que se ha vuelto crónico, sin que aparezca con
claridad el modo de interrumpir su inercia.
Nadie, en su
sano juicio, se animaría a confesar que prefiere que le mientan que precisa ser
engañado para vivir en un mundo de ficción, porque teme enfrentarse a la
realidad y asumir sus abrumadoras consecuencias.
Cierta tendencia
natural de los ciudadanos los invita a buscar culpables por fuera. Es la forma
más burda de quitarse responsabilidades respecto de lo que sucede. Es por eso
que la política resulta tan funcional a la sociedad.
Después de todo,
esos pérfidos personajes que deambulan en esa actividad son un blanco fácil
para esa misión. Muchos de ellos son corruptos, abundan allí detestables
individuos que no merecen respeto alguno. Sus ambiciones desmedidas y sus
hábitos más que reprochables los convierten en una casta que no genera ningún
tipo de admiración.
Por eso cabe
revisar el presente minuciosamente. No se trata de que los políticos mienten,
sino de entender porqué sucede eso. No parecen tener, esos dirigentes,
incentivo alguno para decir la verdad. Muy por el contrario, los que tienen el
coraje de plantear los problemas con franqueza, describiendo las dificultades y
explicando los sacrificios imprescindibles para prosperar no logran adhesión
electoral y sólo consiguen el desprecio cívico.
En cambio, los
demagogos de siempre, esos que prometen lo imposible, lo absolutamente
irrealizable, cuentan con un aval categórico e incondicional que les permite
obtener los votos suficientes para triunfar y acceder al poder. Los políticos
intentan agradar a los votantes aplicando una lógica irrefutable. Solo dicen lo
que la gente quiere escuchar.
La sociedad debe
replantearse su rol y su evidente falta de compromiso. La tragedia se inicia
cuando se decide expresamente rechazar la idea del esmero como requisito para
superar los inconvenientes. Eso explica porque se aplaude sin inmutarse a los
políticos que garantizan que lo que viene será mejor y proponen un porvenir
absurdamente optimista. Cuando se espera que todo sea simple, con una realidad
diseñada a la medida de los deseos, como
en un cuento de hadas, nada resulta y todo es frustración.
Los dilemas se
superan, en cualquier escenario coyuntural, cuando son afrontados con
determinación e inteligencia. No se los resuelve de cualquier modo, y mucho
menos, con improvisaciones y posturas displicentes.
Los asuntos de
la comunidad deben ser analizados con paciencia y detenimiento para ser
abordados luego con criterio y sensatez. Nada es gratis. Y lo que realmente
vale, siempre cuesta. Pretender que esto sea diferente es definitivamente
ingenuo y hasta demasiado infantil. Por eso la sociedad tiene en esto una
gigante e indelegable cuota de responsabilidad.
Los políticos
tramposos son hijos de esta sociedad enferma que prefiere la mentira a la
verdad, que premia a los embusteros con su voto y castiga a los que muestran
con crudeza que solo el esfuerzo permite el progreso.
A no quejarse
entonces y, en todo caso, a generar los cambios que se anhelan. Las
ambigüedades de los discursos políticos son solo un derivado esperable que se
ajusta a las retorcidas demandas de una sociedad mediocre que no solo vota a
esos políticos, sino que ni siquiera tiene la honestidad intelectual de
reconocer su propia y objetable conducta cívica.
Una sociedad que
aplaude apasionadamente a una clase política repleta de farsantes, se debe a sí
misma, una enorme autocrítica. La simplificación que lleva a culpar a los que
se dejan utilizar, a los que venden su voto, a los "clientes" de la
política, solo muestra un gran cinismo ciudadano.
El cambio
empieza por cada uno y ahora. No existe magia ni alquimia que resuelva este
presente. No se debe esperar que los demás empiecen a modificar su patética
actitud. Es probable que sea el momento de dar el ejemplo y asumir ese
liderazgo social que movilice a la comunidad invitándola a hacer lo preciso, a
actuar con enérgica corrección. Se debe evitar caer en la cándida postura de
buscar causantes alrededor. Solo basta con mirarse al espejo y repasar las
acciones personales del pasado reciente.
Cuando la gente
deje de votar a los embaucadores y empiece a darle respaldo concreto a los que
proponen el máximo esfuerzo, a los más serios y preparados, a esos que hablan
del futuro con sin eufóricos discursos, porque creen que con sacrificio se
superaran las dificultades, para que luego todo pueda estar solo un poco mejor,
recién en ese instante, se abrirá la puerta para que la sociedad pueda sentirse
orgullosa de sí misma.
Para que eso
ocurra no se debe esperar nada. No depende de las circunstancias económicas
actuales, ni tampoco del contexto político, ni mucho menos de las agrupaciones
partidarias. Solo es necesario tomar la decisión adecuada y abandonar esta
práctica aberrante de comprar ilusiones y continuar con esta impronta de seguir
entusiasmados con las mentiras.
albertomedinamendez@gmail.com
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