Desde Argentina
11/Diciembre/2015
La Utopía De Un Gobierno Diáfano
Alberto
Medina Méndez
La humanidad ha
intentado evolucionar en la articulación de sistemas de convivencia que fueran
superadores, que permitieran dejar de lado prácticas inapropiadas para
reemplazarlas por otras mejores. El primer desafío fue abandonar la vigencia de
la eterna "ley del más fuerte" como método único para resolver
conflictos, y eso fue parcialmente logrado.
Los sistemas de
gobierno han ido progresando en ciertos aspectos y deteriorándose, sin
disimulo, en muchos otros. El más escandaloso lo protagoniza la falta de
transparencia en el uso de los dineros públicos.
Las decisiones
de los gobernantes, el modo en el que actúan a diario, forman parte de una gran
"caja negra". Solo se conoce el inicio y el final, pero nada se sabe
del proceso por el que se atraviesa para llegar hasta allí.
Mecanismos como
esos fueron acumulándose inexorablemente en un contexto de crecimiento
exponencial del tamaño de los Estados, con más roles a su cargo y con una
desproporcionada magnitud del gasto.
Esa compleja
estructura sirvió de justificación para ocultar la cantidad y calidad de ese
gasto. Esos gobernantes han utilizado, sin miramientos ni reparos, esta
dinámica para perpetrar sus más variados delitos. Instrumentaron intrincados
procedimientos, intencionalmente plagados de infinitos pasos burocráticos,
tendientes a generar mayor confusión, con la meta clara de disfrazar sus
innumerables irregularidades.
Que la
ciudadanía conozca en detalle, cómo, cuánto, dónde y cuándo gastan los
gobiernos es un derecho inalienable y no precisamente un favor, un gesto o una
concesión que deban hacer quienes administran el Estado.
En tiempos de
tanta tecnología disponible, las excusas ya no sirven. Todo el gasto estatal
puede ser transparentado en la medida que exista suficiente voluntad política.
Si aún no se ha avanzado en esta dirección es solo porque los gobernantes han
tomado la explicita determinación de no hacerlo.
Eso no es
casualidad. Es la consecuencia inevitable de una combinación casi letal. Por un
lado la primacía de políticos corruptos que utilizan esta oscura ventana para
sus dislates, para manejar todo con absoluta discrecionalidad, sin rendirle
cuentas a nadie. Ellos actúan como si se tratara de su dinero, olvidando que
son recursos que han sido previamente detraídos de los ciudadanos, vía
impuestos, para supuestos loables fines que luego no se concretan en lo más
mínimo.
Pero nada de
esto se podría llevar adelante si la sociedad no fuera la principal cómplice
silenciosa de estas aventuras demasiado habituales. La naturalización de
ciertos rituales de la política, como el ocultamiento premeditado de
información vital, debería preocupar, sin embargo forma parte de una rutina
contemporánea que la gente erróneamente aprueba.
A no
confundirse. Este no es un problema exclusivo de los que gobiernan ahora. Los
circunstanciales opositores hacen poco al respecto. Denuncias aisladas,
cuestionamientos puntuales, son utilizados como un ardid político solo para
sumar votos. Ellos, también pretenden ocupar los mismos lugares de poder y, en
esa instancia, utilizar esos fondos con idéntica arbitrariedad.
Si se comprende
cabalmente que el problema de fondo radica en la equivocada conducta de los
políticos y de la sociedad, unos ejecutando y otros soportando pasivamente,
pues la solución está un poco más cerca.
No se puede
esperar que la clase política elimine sus propios privilegios. Nunca destruirán
lo que han diseñado con esmero. La administración de la caja estatal es su
principal fuente de poder y no piensan ceder su control.
Pedirles un acto
de renunciamiento sería desconocer su esencia y caer en un infantilismo
demasiado imprudente. Por lo tanto, el derrotero para desmontar esta atrocidad
que crece a diario, es que la sociedad tome una enérgica postura,
diametralmente opuesta a su indiferencia actual.
Muchas
organizaciones de la sociedad civil se dedican a encomiables objetivos cívicos,
desde la difusión de ideas, a la solidaridad, pasando por la defensa de
intereses sectoriales, la promoción de buenas conductas y el combate contra
diferentes males que aquejan a muchas personas.
Eso no está nada
mal, pero queda claro también que ninguna ha hecho esfuerzos suficientes para
exigir transparencia. No sirve que la queja se haga de tanto en tanto. Se
precisa de una acción directa, permanente, perseverante, que se constituya en
un verdadero límite para que los inescrupulosos de siempre se sientan
suficientemente observados.
Ellos no
muestran demasiado pudor, pero es probable que tengan algún temor a ser
descubiertos. Saben que no gozan de prestigio. Eso no los intimida. Su pánico
reside en pagar costos políticos elevados y que esas situaciones atenten contra
la posibilidad de continuar con sus fechorías.
Existe una luz
de esperanza para aquellos que creen que los sueños pueden hacerse realidad.
Claro que no es fácil ni simple. Nada ocurrirá sin esfuerzo. Una eficaz
organización de la sociedad y un tenaz accionar en el sentido correcto puede
poner ciertas cosas en orden, disuadir a muchos, y después de incansables
luchas, posiblemente, logre inclusive marginar a los peores.
No resulta
necesario que toda la sociedad tome ese camino. Un pequeño, pero decidido,
grupo de entusiastas ciudadanos podría asumir la responsabilidad de liderar ese
proceso exponiendo las felonías cotidianas de la casta política. La pretensión
de contar con funcionarios que administren la cosa pública con transparencia no
es una fantasía si se empieza a recorrer el sendero adecuado. Aunque parezca
difícil, bien vale la pena intentar esa batalla para lograr, algún día, la
utopía de un gobierno diáfano.
albertomedinamendez@gmail.com
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